Fotografía Robert Frank: Los Americanos |
Se transita por un estado de alerta. Cualquier
mirada, cualquier movimiento, cualquier palabra del otro es sospechosa.
Cada cual llega con sus propios códigos
de entendimiento de las cosas, cada cual llega con sus propios temores y
complejos; miramos en el otro sombras que no son otra cosa que el reflejo de
nuestras propias obsesiones.
Y, sin embargo, pese a nuestros miedos, nos
entregamos al amor a ojos cerrados.
A continuación, un pasaje de la novela En el Camino de Jack Kerouac que nos relata los primeros momentos de una relación de
amor intenso -aunque fugaz- vivido por el personaje Sal Paradise durante uno de sus viajes a la Costa Oeste de los
Estados Unidos y que son narrados en el
libro. Es una pequeña historia dentro de otra, y por la manera que fue escrito
bien puede ser separado de la obra sin que pierda forma.
Los amantes beben de aquel cáliz, un trance
intensamente humano como inevitable para el inicio de bellas historias de amor,
el cual, aún cuando quisieran apartarlo, es el factor que las hace creíbles.
Había sacado mi billete y
estaba esperando el autobús de LA cuando de repente vi a la mexicanita más graciosa
que quepa imaginar. Llevaba pantalones y estaba en uno de los autobuses que
acababan de detenerse con gran ruido de frenos, los viajeros se apeaban a
descansar. Los pechos de la chica eran firmes y auténticos; sus pequeñas
caderas parecían deliciosas; tenía el pelo largo y de un negro lustroso; y sus
ojos eran grandes y azules con cierta timidez en el fondo. Deseé estar en el
mismo autobús que ella. Sentí una punzada en el corazón como me ocurre siempre
que veo a una chica que me gusta y que se va en dirección opuesta a la mía por
este enorme mundo. Los altavoces anunciaron la salida del autobús para LA. Cogí
mi saco y subí y ¿quién se dirían que estaba allí? Nada menos que la chica
mexicana. Me instalé en el asiento opuesto al suyo y empecé a hacer planes.
Estaba tan solo, tan triste, tan cansado, tan tembloroso y tan hundido, que
tuve que reunir todo mi valor para abordar a la desconocida y actuar. Pero pasé
cinco minutos golpeándome los muslos en la oscuridad antes de atreverme
mientras el autobús rodaba carretera adelante.
¡Tienes que hacerlo!
¡Tienes que hacerlo o te morirás! ¡Venga maldito idiota, habla con ella! ¿Qué
coño te pasa? ¿Es que todavía no estás lo suficientemente cansado de andar por
ahí solo? Y antes de darme cuenta de lo que hacía, me incliné a través del
pasillo hacia ella (estaba tratando de dormir en su asiento) y le dije:
-Señorita, ¿no querría usar
mi impermeable de almohada?
Me miró sonriendo y dijo:
-No, muchísimas gracias.
Me eché hacia atrás
temblando; encendí una colilla. Esperé hasta que me miró con una deliciosa
mirada de reojo triste y amable, y me enderecé inclinándome luego hacia ella.
- ¿Podría sentarme a su
lado, señorita?
- Si usted quiere.
Lo hice en seguida.
-¿A dónde va?
- A LA. -Me gustó el modo
en que lo dijo; me gusta el modo en que todos los de la Costa dicen
<<LA>>; es su única y dorada ciudad.
-Yo también voy allí -casi
grité-. Me alegra mucho que dejara sentarme a su lado, me sentía muy solo y
llevo viajando la tira de tiempo.
Y nos pusimos a contarnos
nuestras vidas. Su vida era ésta: tenía un marido y un hijo. El marido le
pegaba, así que lo dejó allá en Sabinal, al sur de Fresno, y de momento iba a
Los Ángeles a vivir con su hermana. Había dejado a su hijito con su familia,
que eran vendimiadores y vivían en una chabola en los viñedos. No tenía otra
cosa que hacer que pensar y desesperarse. Tuve ganas de pasarle el brazo por
encima de los hombros. Hablamos y
hablamos. Dijo que le gustaba hablar conmigo. Enseguida estaba diciendo
que le gustaría ir a Nueva York.
- Tal vez podamos ir juntos
-dije, riendo.
El autobús subía el Paso de
la Parra y luego bajábamos hacia grandes extensiones luminosas. Sin ponernos
previamente de acuerdo nos cogimos de la mano y en ese momento decidí de modo
silencioso y bello y puro que cuando llegara a la habitación de un hotel de Los
Ángeles ella estaría a mi lado. La deseé totalmente; incliné la cabeza sobre su
hermoso cabello. Sus pequeños hombros me enloquecían; la abrazaba y la
abrazaba. Y a ella le gustaba.
-Amo el amor -dijo,
cerrando los ojos. Le prometí un bello amor. La deseaba sin freno. Terminadas
nuestras historias, quedamos en silencio entregados a pensamientos de goce
anticipado. Todo era tan sencillo como eso. Que los demás se queden con sus
Peaches y Bettys y Marylous y Ritas y Camilles e Ineses de este mundo; ésta era
la chica que me gustaba y se lo dije. Confesó que me había visto observándola
en la estación de autobuses.
-Creí que eras estudiante.
-¡Soy estudiante! -le
aseguré.
El autobús llegó a
Hollywood. En el amanecer gris y sucio, un amanecer como aquel cuando Joel
McCrea encuentra a Verónica Lake en un coche restaurante, en la película Los Viajes de Sullivan, se durmió sobre
mi pecho. Yo miraba ansiosamente por la ventana: casas blancas y palmeras y
cines para coches, toda aquella locura, la dura tierra prometida, el extremo
fantástico de América. Bajamos del autobús en Main Street que no es diferente a
otros sitios donde te bajas del autobús en Kansas City o Chicago o Boston:
ladrillos rojos, suciedad, tipos que pasan, tranvías rechinando en el
desamparado amanecer, el olor a puta de una gran ciudad.
Y aquí perdí la cabeza, no
sé muy bien por qué, y empecé a tener la estúpida idea paranoica de que Teresa
o Terry -así se llamaba- no era más que una puta vulgar que trabajaba en los
autobuses a la caza de dólares de tipos como yo a los que citaba en LA, y
primero los llevaba a desayunar a un sitio donde esperaba su chulo (1), y
después llevaba al mamón a determinado hotel al que su macarra tenía acceso con
su pistola o lo que fuera. Nunca llegué a confesárselo. Desayunamos y un chulo
nos observaba; me imaginé que Terry le hacía señales con la vista. Estaba
cansado y me sentía raro y perdido en un sitio tan lejano y desagradable. El
terror me invadió e hizo que actuara de un modo despreciable y ruin.
-¿A qué tipo te refieres,
amor?
Abandoné el asunto. Ella lo
hacía todo muy despacio; le llevó mucho tiempo comer; masticaba lentamente y miraba al vacío, y fumó un
pitillo, y seguía hablando, y yo era como un macilento fantasma sospechando de
cada movimiento que hacía, pensando que trataba de ganar tiempo. Era como una
enfermedad. Cuando salimos a la calle cogidos de la mano sudaba. En el primer
hotel con que tropezamos había una habitación y antes de que me diera cuenta de
nada, estaba cerrando la puerta y ella, sentada en la cama, se descalzaba. La
besé suavemente. Mejor que nunca se enterara de nada. Para relajarnos
necesitábamos un whisky, especialmente yo. Salí y recorrí doce manzanas a toda
prisa hasta que encontré un sitio donde me vendieron una botella. Volví lleno
de energía. Terry estaba en el baño arreglándose la cara. Llené un vaso de
whisky y bebimos grandes tragos. ¡Oh, aquello era dulce y delicioso! ¡Todo mi
lúgubre viaje había merecido la pena! Me puse detrás de ella ante el espejo, y
bailamos así por el cuarto de baño. Empecé a hablarle de mis amigos del Este.
- Deberías conocer a una
chica amiga mía que se llama Dorie -le dije-. Es una pelirroja altísima, si
vienes a Nueva York te ayudará a encontrar trabajo.
-¿Y quién es esa pelirroja
tan alta? -preguntó recelosa-. ¿Por qué me hablas de ella? -Su espíritu
sencillo no podía seguir mi alegre y nerviosa conversación. Me callé. Ella en
el cuarto de baño empezó a encontrarse borracha.
-Vamos a la cama -le
repetía.
-¡Con que una pelirroja muy
alta, eh! Y yo que creía que eras un buen chico, un estudiante, cuando te vi
con la chaqueta de punto y me dije: <<¿Verdad que es guapo?>> ¡No!
¡No! ¡Y no! ¡No eras más que un chulo como los demás!
-¿De qué coño estás
hablando?
-No vayas a decirme ahora
que esa pelirroja tan alta no es una madame
(2), porque yo conozco a las madames
en cuanto oigo hablar de ellas, y tú no eres más que un chulo, igual que todos
los que he conocido. Todos sois unos chulos.
-Escúchame, Terry, no soy
un chulo. Te juro sobre la Biblia que no soy un chulo. ¡Por qué iba a ser un
chulo? Sólo me interesas tú.
-Todo este tiempo creía que
por fin había encontrado a un buen chico. Estaba tan contenta… Me felicité y me
dije: <<Bien, esta vez es un buen chico y no un chulo>>.
-¡Terry! -le supliqué con
toda mi alma-. Por favor, escúchame y trata de entender que no soy un chulo.
-Una hora antes yo había pensado que la puta era ella. ¡Qué triste era todo!
Nuestras mentes, cada cual con su locura, habían seguido caminos divergentes.
¡Qué vida tan horrible! Cuánto gemí y supliqué hasta que me volví loco y me di
cuenta de que estaba riñendo con una chiquilla mexicana tonta e ignorante, y se
lo dije; y antes que supiera lo que estaba haciendo, cogí sus zapatos rojos y
los tiré contra la puerta del cuarto de baño, diciéndole:
-¡Venga! ¡Ya te estás
largando!
Me dormiría y lo olvidaría
todo; tenía mi propia vida, mi propia y triste y miserable vida de siempre. En
el cuarto de baño había un silencio de muerte. Me desnudé y me metí en la cama.
Terry salió con los ojos
llenos de lágrimas. En su sencilla y curiosa cabecita se había dicho que un
chulo jamás tira los zapatos de una mujer contra la puerta ni le dice que se
vaya. Se desnudó con un dulce y reverente silencio y deslizó su menudo cuerpo
entre las sábanas junto al mío. Era morena como las uvas. Vi la cicatriz de una
cesárea en su pobre vientre; sus caderas eran tan estrechas que no pudo tener a
su hijo sin que la abrieran. Sus piernas eran como palitos. Sólo medía un metro
cuarenta y cinco centímetros. Hicimos el amor en la dulzura de la perezosa
mañana. Después, como dos ángeles cansados, colgados y olvidados en un rincón
de LA, habiendo encontrado juntos la cosa más íntima y deliciosa de la vida,
nos quedamos dormidos hasta la caída de la tarde…
- Extracto del Capítulo XII
(págs. 108 - 114), Libro En el Camino,
Primera Parte: JACK KEROUAC. Editorial Anagrama. Colección Compactos. Trigésima
edición en “Compactos”: mayo 2011. Barcelona. De venta en Crisol Libros y Más.
C.C. Plaza San Miguel, Tda. 55-56, San Miguel, Lima, Perú.
- Fotografiás (1), (3), Robert Frank, "Los Americanos". Editorial La Fábrica.2008. España. De venta en Ibero Librerías. Av. Comandante Espinar 840, Miraflores, Lima, Perú.
- Fotografiás (1), (3), Robert Frank, "Los Americanos". Editorial La Fábrica.2008. España. De venta en Ibero Librerías. Av. Comandante Espinar 840, Miraflores, Lima, Perú.
Referencias:
(1) Caficho, macarra,
rufián, tratante de blancas.
Traficante de mujeres sometidas o para someterlas a la prostitución (N.E.).
(2) En español Madama. Regenta de prostíbulo (N.E.).
Removía mi dolor con sus
dedos
cantaba mi vida con sus frases,
matándome suavemente con su canción,
matándome suavemente con su canción,
Contaba toda mi vida con sus palabras,
matándome suavemente con su canción.
cantaba mi vida con sus frases,
matándome suavemente con su canción,
matándome suavemente con su canción,
Contaba toda mi vida con sus palabras,
matándome suavemente con su canción.
Me dijeron que cantaba una buena canción.
que la cantaba con estilo,
así que vine a verle y escucharle un rato.
Y ahí estaba él, como un joven niño,
un extraño a mis ojos.
Me sonrojé tanto hasta sentir fiebre,
avergonzada entre el público,
parecía haber encontrado mis cartas
y que las leía en voz alta.
Rogaba a Dios que acabara por fin,
pero él seguía con ello.
Cantaba como si me conociera
en todas mis penurias.
Y luego miró justo a través mío
como si yo no estuviera presente.
Y continuó cantando
cantando claro y fuerte.
Removía mi dolor con sus dedos
cantaba mi vida con sus frases,
matándome suavemente con su canción,
matándome suavemente con su canción,
Contaba toda mi vida con sus palabras,
matándome suavemente con su canción.
Soundtrack:
Una bella historia: Michel Fugain y Big Bazar - 1972;
Killing Me Softly With
His Song: Roberta Flack - 1973;
I Want You: Bob Dylan - 1966.
Para información de
los temas ir a Fichero de canciones
Introducción, referencias y compilación musical:
MAX MARRUFFO S.