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miércoles, 1 de agosto de 2012

“DIA DOMINGO” DE MARIO VARGAS LLOSA


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Mario Vargas Llosa a mediados de los 50's, con menos
de 20 años, en la redacción del diario La Crónica
En Día Domingo (*), Vargas Llosa (**) nos relata la más o menos velada competencia entre Miguel y Rubén, miembros de la patota Los Pajarracos, por el amor de Flora, a quien, Miguel, saliendo de la misa de una, se le ha declarado. Flora, con cierta perturbación le ha pedido (cómo no) le dé tiempo para pensarlo. Esto no inquieta tanto a un Miguel nervioso y avergonzado como el hecho que ella le ha confirmado, que por la tarde, a eso de las cuatro, irá a visitar a Martha, hermana de Rubén. Miguel sabe, gracias a la bocota del Melanés (el chismoso del barrio), que para este día los hermanos tenían cuidadosamente planificado un corralito. Martha los dejaría solos y Rubén con más pinta, más jale, más mundo aprovecharía y se le mandaría. Rubén solo quiere un vacilón; Miguel está de verdad enamorado. Intentó desesperado invitarla a la matiné para alejarla de la perdición, pero, Flora, quien ignora la jugada, ya dio su palabra a la amiga la noche anterior. Se siente abatido pero su mente sigue buscando una forma de evitar el encuentro entre su amada y el depredador.
El relato Día Domingo transcurre en una tarde de invierno de un Miraflores aún residencial y reservado de finales de los 50’s. Lugares que aún mantienen su nombre son mencionados como parte del escenario imaginario de esta historia de adolescentes: el parque Central (hoy llamado también parque Kennedy), la avenida (antes alameda) Pardo, la avenida Grau, el jirón Elías Aguirre (en cuya cuarta cuadra se encontraba el Cine Teatro Montecarlo), la avenida Diagonal, la bajada de los baños (sobre la cual hoy cruza el puente Balta), el parque Salazar.

Cuando lo leí por primera vez no pude dejar de asociarlo a canciones de la denominada Nueva Ola peruana, corriente musical que se inspiró en el rock & roll de secundaria estadounidense y baladas de origen italiano de principios de los 60’s, y más delante, en la onda beat, que enraizó en la cultura popular urbana. Estas canciones hasta el día de hoy gustan de un público que no deja de escucharlas por radios de la FM que han adecuado su programación a su constante (re)difusión, como La Inolvidable y Radio Felicidad.


A continuación un extracto de lo que sigue de este relato:
…Entró y subió directamente a su cuarto. Se hecho de bruces en la cama; en la tibia oscuridad, entre sus pupilas y sus párpados, apareció el rostro de la muchacha -“te quiero, Flora”, dijo él en voz alta- y luego Rubén, con su mandíbula insolente y su sonrisa hostil; estaban uno al lado del otro, se acercaban, los ojos de Rubén se torcían para mirarlo burlonamente mientras su boca avanzaba hacia Flora.

Saltó de la cama. El espejo del armario le mostró un rostro ojeroso, lívido. “no la verá”, decidió. “No me hará esto, no permitiré que me haga esa perrada.”

La avenida Pardo continuaba solitaria. Acelerando el paso sin cesar, caminó hasta el cruce con la avenida Grau; allí vaciló. Sintió frío; había olvidado el saco en su cuarto y la sola camisa no bastaba para protegerlo del viento que venía del mar y se enredaba en el denso ramaje de los ficus con un suave murmullo. La temida imagen de Flora y Rubén juntos le dio valor, y siguió andando. Desde la puerta del bar vecino al Cine Montecarlo, los vio en la mesa de costumbre, dueños del ángulo que formaban las paredes del fondo y de la izquierda. Francisco, el Melanés, Tobías, el Escolar lo descubrían y, después de un instante de sorpresa, se volvían hacia Rubén, los rostros maliciosos, excitados. Recuperó el aplomo de inmediato: frente a los hombres sí sabía comportarse.

-Hola -les dijo, acercándose-. ¿Qué hay de nuevo?
-Siéntate -le alcanzó una silla el Escolar-. ¿Qué milagro te ha traído por aquí?
-Hace siglos que no venías -dijo Francisco.
-Me provocó verlos -dijo Miguel, cordialmente-. Ya sabía que estaban aquí. ¿De qué se asombran? ¿O ya no soy un pajarraco?
Tomó asiento entre el Melanés y Tobías. Rubén estaba al frente.
-¡Cuncho! -gritó el Escolar-. Trae otro vaso. Que no esté muy mugriento.
Cuncho trajo el vaso y el escolar lo llenó de cerveza. Miguel dijo: “Por los pajarracos”, y bebió.
-Por poco te tomas el vaso también -dijo Francisco-. ¡Qué ímpetus!
-Apuesto a que fuiste a misa de una -dijo el Melanés, un párpado plegado por la satisfacción, como siempre que iniciaba algún enredo-. ¿O no?
-Fui -dijo Miguel, imperturbable-. Pero sólo para ver a una hembrita, nada más.

Miró a Rubén con ojos desafiantes, pero él no se dio por aludido; jugueteaba con los dedos sobre la mesa y, bajito, la punta de la lengua entre los dientes, silbaba La niña popof, de Pérez Prado.

-¡Buena! -aplaudió el Melanés-. Buena, don Juan. Cuéntanos, ¿a qué hembrita?
-Eso es un secreto.
-Entre los pajarracos no hay secretos -recordó Tobías-. ¿Ya te has olvidado? Anda, ¿quién era?
-Que te importa -dijo Miguel.
-Muchísimo -dijo Tobías-. Tengo que saber con quién andas para saber quién eres.
-Toma mientras -dijo el Melanés a Miguel-. Una a cero.
-¿A que adivino quién es? -dijo Francisco-. ¿Ustedes no?
-Yo ya sé -dijo Tobías.            
-Y yo -dijo el Melanés. Se volvió a Rubén con ojos y voz muy inocentes-. Y tú, cuñado, ¿adivinas quién es?
-No -dijo Rubén, con frialdad-. Y tampoco me importa.
-Tengo llamitas en el estómago -dijo el Escolar-. ¿Nadie va a pedir una cerveza?
El Melanés se pasó un patético dedo por la garganta:
-I haven’t money, darling -dijo.
-pago una botella -anunció Tobías, con ademán solemne-. A ver quién me sigue, hay que apagarle las llamitas a este baboso.
-Cuncho, bájate media docena de Cristales -dijo Miguel.
Hubo gritos de júbilo, exclamaciones.
-Eres un verdadero pajarraco -afirmó Francisco.
-Sucio, pulguiento -agregó el Melanés-, sí, señor un pajarraco de la pitri mitri.
…Las botellas estaban vacías. Rubén miró su reloj y se puso de pie.
-Me voy -dijo-. Ya nos vemos.
-No te vayas -dijo Miguel-. Estoy rico hoy día. Los invito a almorzar a todos.
Un remolino de palmadas cayó sobre él. Los pajarracos le agradecieron con estruendo, lo alabaron.
-No puedo -dijo Rubén-. Tengo que hacer.
-Anda vete nomás, buen mozo -dijo Tobías-. Y salúdame a Marthita.
-Pensaremos mucho en ti, cuñado -dijo el Melanés.
-No -exclamó Miguel-. Invito a todos o a ninguno. Si se va Rubén, nada.
-Ya has oído, pajarraco Rubén -dijo Francisco-, tienes que quedarte.
-Tienes que quedarte -dijo el Melanés-, no hay tutías.
-Me voy -dijo Rubén.
-Lo que pasa es que estás borracho -dijo Miguel-. Te vas porque tienes miedo de quedar en ridículo delante de nosotros, eso es lo que pasa.
-¿Cuántas veces te he llevado a tu casa boqueando? -dijo Rubén-. ¿Cuántas te he ayudado a subir la reja para que no te pesque tu papá? Resisto diez veces más que tú.
-Resistías -dijo Miguel-. Ahora está difícil. ¿Quieres ver?
-Con mucho gusto -dijo Rubén-. ¿Nos vemos en la noche, aquí mismo?
-No. En este momento -Miguel se volvió hacia los demás, abriendo los brazos-: Pajarracos, estoy haciendo un desafío.
Dichoso, comprobó que la antigua fórmula conservaba intacto su poder. En medio de la ruidosa alegría que había provocado, vio a Rubén sentarse, pálido.
-¡Cuncho! -gritó Tobías-. El menú. Y dos piscinas de cervezas. Un pajarraco acaba de lanzar un desafío.

Pidieron bistec a la chorrillana y una docena de cervezas. Tobías dispuso tres botellas para cada uno de los competidores y las demás para el resto. Comieron hablando apenas. Miguel bebía después de cada bocado y procuraba mostrar animación, pero el temor de no resistir lo suficiente crecía a medida que la cerveza depositaba en su garganta un sabor ácido. Cuando acabaron las seis botellas, hacía rato que Cuncho había retirado los platos.

-Ordena tú -dijo Miguel a Rubén.
-Otras tres por cabeza.
Después del primer vaso de la nueva tanda, Miguel sintió que los oídos le zumbaban; su cabeza era una lentísima ruleta, todo se movía.
-Me hago pis -dijo-. Voy al baño.
Los pajarracos rieron.
-¿Te rindes? -preguntó Rubén.
-Voy hacer pis -gritó Miguel-. Si quieres, que traigan más.

En el baño, vomitó. Luego se lavó la cara, detenidamente, procurando borrar toda señal reveladora. Su reloj marcaba las cuatro y media. Pese al denso malestar, se sintió feliz. Rubén ya no podía hacer nada. Regresó donde ellos.

-Salud -dijo Rubén, levantando el vaso.
“Está furioso”, pensó Miguel. “Pero ya lo fregué.”
-Huele a cadáver -dijo el Melanés-. Alguien se nos muere por aquí.
-Estoy nuevecito -aseguró Miguel, tratando de dominar el asco y el mareo.
-Salud -repetía Rubén.

Cuando hubieron terminado la última cerveza, su estómago parecía de plomo, las voces de los otros llegaban a sus ojos como una confusa mezcla de ruidos. Una mano apareció de pronto bajo sus oídos, era blanca y de largos dedos, lo cogía del mentón, lo obligaba a alzar la cabeza; la cara de Rubén había crecido. Estaba chistoso, tan despeinado y colérico.

-¿Te rindes, mocoso?
Miguel se incorporó de golpe y empujó a Rubén, pero antes que el simulacro prosperara, intervino el Escolar.
-Los pajarracos no pelean nunca -dijo, obligándolos a sentarse-. Los dos están borrachos. Se acabó. Votación.
El Melanés, Francisco y Tobías accedieron a otorgar el empate, de mala gana.
-Yo ya había ganado -dijo Rubén-. Éste no puede ni hablar. Mírenlo.
Efectivamente, los ojos de Miguel estaban vidriosos, tenía la boca abierta y de su lengua chorreaba un hilo de saliva.
-Cállate -dijo el Escolar-. Tú no eres un campeón que digamos, tomando cerveza.
-No eres un campeón tomando cerveza -subrayó el Melanés-. Sólo eres un campeón de natación, el trome de las piscinas.
-Mejor tú no hables -dijo Rubén-; ¿no ves que la envidia te corroe?
-Viva el Esther Williams de Miraflores -dijo el Melanés.
-Tremendo vejete y ni siquiera sabes nadar -dijo Rubén-. ¿No quieres que te dé unas clases?
-Ya sabemos, maravilla -dijo el escolar-. Has ganado un campeonato de natación. Y todas las chicas se mueren por ti. Eres un campeoncito.
-Este no es campeón de nada -dijo Miguel, con dificultad-. Es pura pose.
-Te estás muriendo -dijo Rubén-. ¿Te llevo a tu casa, niñita?
-No estoy borracho -aseguró Miguel-. Y tú eres pura pose.
-Estás picado porque le voy a caer a Flora -dijo Rubén-. Te mueres de celos ¿Crees que no capto las cosas?
-Pura pose -dijo Miguel-. Ganaste porque tu padre es presidente de la federación, todo el mundo sabe que hizo trampa, descalificó al Conejo Villarán, sólo por eso ganaste.
-Por lo menos nado mejor que tú -dijo Rubén-, ni siquiera sabes correr olas.
-Tú no nadas mejor que nadie -dijo Miguel-. Cualquiera te deja botado.
-Cualquiera -dijo el Melanés-. Hasta Miguel, que es una madre.
-Permítanme que me sonría -dijo Rubén.
-Te permitimos -dijo Tobías-. No faltaba más.
-Se me sobran porque estamos en invierno -dijo Rubén-. Si no, los desafiaba a ir a la playa, a ver si en el agua son tan sobrados.
-Ganaste el campeonato por tu padre -dijo Miguel-. Eres pura pose. Cuando quieras nadar conmigo, me avisas nomás, con toda confianza. En la playa, en el Terrazas, donde quieras.
-En la playa -dijo Rubén-. Ahora mismo.
-Eres pura pose -dijo Miguel.
El rostro de Rubén se iluminó de pronto y sus ojos, además de rencorosos, se volvieron arrogantes.
-Te apuesto a ver quién llega primero a la reventazón -dijo.
-Pura pose -dijo Miguel.
-Si ganas -dijo Rubén-, te prometo que no le caigo a Flora. Y si yo gano tú te vas con la música a otra parte.
-¿Qué te has creído -balbució Miguel-. Maldita sea, ¿qué es lo que te has creído?
-Pajarracos -dijo Rubén, abriendo los brazos-, estoy haciendo un desafío.
-Miguel no está en forma ahora- dijo el Escolar-, ¿por qué no se juegan a Flora a cara o sello?
-Y tú por qué te metes -dijo Miguel-, acepto.
Vamos a la playa.
-Están locos -dijo Francisco, yo no bajo a la playa con este frío, hagan otra apuesta.
-Ha aceptado -dijo Rubén-, vamos.
-Cuando un pajarraco hace un desafío, todos se meten la lengua al bolsillo -dijo el Melanés-, vamos a la playa, y si no se atreven a entrar al agua, los tiramos nosotros.
-Los dos están borrachos -insistió el escolar-, el desafío no vale.
-Cállate Escolar -rugió Miguel-, ya estoy grande, no necesito que me cuides.
-Bueno -dijo el Escolar, encogiendo los hombres-, friégate, nomás.

Salieron. A fuera los esperaba una atmósfera quieta, gris. Miguel respiró hondo; se sintió mejor. Caminaban adelante Francisco, el Melanés y Rubén. Atrás Miguel y el Escolar…  Avanzaban a grandes trancos y la excitación los iba ganando, poco a poco.

-¿Ya se te pasó? -dijo el escolar.
-Sí -respondió Miguel-. El aire me ha hecho bien.

En la esquina de la avenida Pardo doblaron. Marchaban desplegados como una escuadra, en una misma línea, bajo los ficus de la alameda, sobre las losetas hinchadas a trechos por las enormes raíces de los árboles que irrumpían a veces en la superficie como garfios. Al bajar por la Diagonal, cruzaron a dos muchachas. Rubén se inclinó, ceremonioso.

-Hola Rubén -cantaron ellas, a dúo.
Tobías las imitó, aflautando la voz:
-Hola Rubén, príncipe.

Bajada a los baños - Miraflores
La avenida Diagonal desemboca en una pequeña quebrada que se bifurca; por un lado, serpentea el Malecón, asfaltado y lustroso; por el otro, hay una pendiente que contornea el cerro y llega hasta el mar. Se llama “la bajada a los baños”, su empedrado es parejo y brilla por el repaso de las llantas de los automóviles y los pies de los bañistas de muchísimos veranos.

-Entremos en calor, campeones -gritó el Melanés, echándose a correr. Los demás lo imitaron.

Corrían contra el viento y la delgada bruma que subían desde la playa, sumidos en un emocionante torbellino; por sus oídos, su boca y sus narices penetraba el aire a sus pulmones y una sensación de alivio y desintoxicación se expandía por su cuerpo a medida que el declive se acentuaba y en un momento sus pies no obedecían ya sino a una fuerza misteriosa que provenía de lo más profundo de la tierra. Los brazos como hélices, en sus lenguas un aliento salado, los pajarracos descendieron la bajada a toda carrera, hasta la plataforma circular, suspendida sobre el edificio de las casetas. El mar se desvanecía a unos cincuenta metros de la orilla, en una espesa nube que parecía próxima a arremeter contra los acantilados, altas moles oscuras plantadas a lo largo de toda la bahía.

-Regresemos -dijo Francisco-. Tengo frío.

Al borde de la plataforma hay un cerco manchado a pedazos por el musgo. Una abertura señala el comienzo de la escalerilla, casi vertical, que baja hasta la playa. Los pajarracos contemplaban desde allí, a sus pies, una breve cinta de agua libre, y la superficie inusitada, bullente, cubierta por la espuma de las olas.

-Me voy si éste se rinde -dijo Rubén.
-¿Quién habla de rendirse? -repuso Miguel-. ¿Pero qué te has creído?
Rubén bajó la es calerilla a saltos, a la vez que se desabotonaba la camisa.
-¡Rubén! -gritó el Escolar-. ¿Estás loco? ¡Regresa!

Pero Miguel y los otros también bajaban y el Escolar los siguió.

Los baños de Miraflores en la década de los 50's
En el verano, desde la baranda del largo y angosto edificio recostado contra el cerro, donde se hallan los cuartos de los bañistas, hasta el límite curvo del mar, había un declive de piedras plomizas donde la gente se asoleaba. La pequeña playa hervía de animación desde la mañana hasta el crepúsculo. Ahora el agua ocupaba el declive y no había sombrillas de colores vivísimos, ni muchachas elásticas de cuerpos tostados, no resonaban los gritos melodramáticos de los niños y de las mujeres cuando una ola conseguía salpicarlas antes de regresar arrastrando rumorosas piedras y guijarros, no se veía un hilo de playa, pues la corriente inundaba hasta el espacio limitado por las sombrías columnas que mantienen el edificio en vilo, y, en el momento de la resaca, apenas se descubrían los escalones de madera y los soportes de cemento, decorados por estalactitas y algas.

-La reventazón no se ve -dijo Rubén-. ¿Cómo hacemos?
Estaban en la galería de la izquierda, en el sector correspondiente a las mujeres; tenían los rostros serios.
-esperen hasta mañana -dijo el Escolar-. Al medio día estará despejado. Así podremos controlarlos.
-Ya que hemos venido hasta aquí que sea ahora -dijo el Melanés-. Pueden controlarse ellos mismos.
-Me parece bien -dijo Rubén-. ¿Y a ti?
-También -dijo Miguel.

Cuando estuvieron desnudos, Tobías bromeó acerca de las venas azules que escalaban el vientre liso de Miguel. Descendieron. La madera de los escalones, lamida incesantemente por el agua desde hacía meses, estaba resbaladiza y muy suave. Prendido al pasamanos de hierro para no caer, Miguel sintió un estremecimiento que subía desde la planta de sus pies al cerebro. Pensó que, en cierta forma, la neblina y el frío lo favorecían, el éxito ya no dependía de la destreza, sino sobre todo de la resistencia, y la piel de Rubén estaba también cárdena, replegada en millones de carpas pequeñísimas. Un escalón más abajo, el cuerpo armonioso de Rubén se inclinó; tenso, aguardaba el final de la resaca y la llegada de la próxima ola, que venía sin bulla, airosamente, despidiendo por delante una bandada de trocitos de espuma. Cuando la cresta de la ola estuvo a dos metros de la escalera, Rubén se arrojó: los brazos como lanzas, los cabellos alborotados por la fuerza del impulso, su cuerpo cortó el aire rectamente y cayó sin doblarse, sin bajar la cabeza ni plegar las piernas, rebotó en la espuma, se hundió apenas y, de inmediato, aprovechando la marea, se deslizó hacia adentro; sus brazos aparecían y se hundían entre un burbujeo frenético y sus pies iban trazando una estela cuidadosa y muy veloz. A su vez, Miguel bajó otro escalón y esperó la próxima ola. Sabía que el fondo allí era escaso, que debía arrojarse como una tabla, duro y rígido, sin mover un músculo, o chocaría contra las piedras. Cerró los ojos y saltó, y no encontró el fondo, pero su cuerpo fue azotado desde la frente hasta las rodillas, y surgió un vivísimo escozor mientras braceaba con todas sus fuerzas para devolver a sus miembros el calor que el agua les había arrebatado de golpe. Estaba en esa extraña sección  del mar de Miraflores vecina a la orilla, donde se encuentran la resaca y las olas, y hay remolinos y corrientes encontradas, y el último verano distaba tanto que Miguel había olvidado cómo franquearla sin esfuerzo. No recordaba que es preciso aflojar el cuerpo y abandonarse, dejarse llevar sumisamente a la deriva, bracear sólo cuando se salva una ola y se está sobre la cresta, en esta plancha líquida que escolta a la espuma y flota encima de las corrientes. No recordaba que conviene soportar con paciencia y cierta malicia ese primer contacto con el mar exasperado de la orilla que tironea los miembros y avienta chorros a la boca y los ojos, no ofrecer resistencia, ser un corcho, limitarse a tomar aire cada vez que una ola se avecina, sumergirse -apenas si reventó lejos y viene sin ímpetu, o hasta el mismo fondo si el estallido es cercano-, aferrarse a alguna piedra y esperar atento al estruendo sordo de su paso, para emerger de un solo impulso y continuar avanzando, disimuladamente, con las manos, hasta encontrar un nuevo obstáculo y entonces ablandarse, no combatir contra los remolinos, girar voluntariamente en la espiral lentísima y escapar de pronto, en el momento oportuno, de un solo manotazo. Luego, surge de improviso una superficie calma, conmovida por tumbos inofensivos; el agua es clara, llana, y en algunos puntos se divisan las opacas piedras submarinas.

Después de atravesar la zona encrespada, Miguel se detuvo, exhausto, y tomó aire. Vio a Rubén a poca distancia. Mirándolo. El pelo le caía sobre la frente en cerquillo, tenía los dientes apretados.

-¿Vamos?
-Vamos.

Baños de Miraflores
A los pocos minutos de estar nadando, Miguel sintió que el frío, momentáneamente desaparecido, lo invadía de nuevo, y apuró el pataleo porque era en las piernas, en las pantorrillas sobre todo, donde el agua actuaba con mayor eficacia, insensibilizándolas primero, luego entumeciéndolas. Nadaba con la cara sumergida y, cada vez que el brazo derecho se hallaba afuera, volvía la cabeza para arrojar el aire retenido y tomar otra provisión con la que hundía una vez más la frente y la barbilla, apenas, para no frenar su propio avance y, al contrario, hendir el agua como una proa y facilitar el desliz. A cada brazada veía con un ojo a Rubén, nadando sobre la superficie, suavemente, sin esfuerzo, sin levantar espuma ahora, con la delicadeza y la facilidad de una gaviota que planea. Miguel trataba de olvidar a Rubén y al mar y a la reventazón (que debía estar lejos aún, pues el agua era limpia, sosegada, y solo atravesaban tumbos recién iniciados), quería recordar únicamente el rostro de Flora, el vello de sus brazos que en los días de sol centellaba como un diminuto bosque de hilos de oro, pero no podía evitar que, a la imagen de la muchacha, sucediera otra, brumosa, excluyente, atronadora, que caía sobre Flora y la ocultaba, la imagen de una montaña de agua embravecida, no precisamente la reventazón (a la que había llegado una vez hacía dos veranos, y cuyo oleaje era intenso, de espuma verdosa y negruzca, porque en ese lugar, más o menos, terminaban las piedras y empezaba el fango que las olas extraían a la superficie y entreveraban con los nidos de alga y malaguas, tiñendo el mar), sino, más bien, en un verdadero  océano removido por cataclismos interiores, en el que se elevaban olas descomunales, que hubieran podido abrazar a un barco entero y lo hubieran revuelto con asombrosa rapidez, despidiendo por los aires a pasajeros, lanchas, mástiles, velas, boyas, marineros, ojos de buey y banderas.
     
Dejó de nadar, su cuerpo se hundió hasta quedar vertical, alzo la cabeza y vio a Rubén que se alejaba. Pensó llamarlo con cualquier pretexto, decirle “por qué no descansamos un momento”, pero no lo hizo. Todo el frío de su cuerpo parecía concentrarse en las pantorrillas, sentía los músculos agarrotados, la piel tirante, el corazón acelerado. Movió los píes febrilmente. Estaba en el centro de un círculo de agua oscura, amurallado por la neblina. Trató de distinguir la playa, o cuando menos la sombra de los acantilados, pero esa gasa equívoca que se iba disolviendo a su paso, no era transparente. Sólo veía una superficie breve, verde negruzca, y un manto de nubes, a ras del agua. Entonces, sintió miedo. Lo asaltó el recuerdo de la cerveza que había bebido, y pensó “fijo que eso me ha debilitado”. Al instante pareció que sus brazos y piernas desaparecían. Decidió regresar, pero después de unas brazadas en dirección a la playa, dio media vuelta y nadó lo más ligero que pudo. “No llego a la orilla solo”, se decía, “mejor estar cerca de Rubén, si me agoto le diré «me ganaste pero regresemos»”. Ahora nadaba sin estilo, la cabeza en alto, golpeando el agua con los brazos tiesos, la vista clavada en el cuerpo imperturbable que lo precedía.

La agitación y el esfuerzo desentumecieron sus piernas, su cuerpo recobró algo de calor, la distancia que lo separaba de Rubén había disminuido y eso lo serenó. Poco después lo alcanzaba; estiró un brazo, cogió uno de sus pies. Instantáneamente el otro se detuvo. Rubén tenía muy enrojecidas las pupilas y la boca abierta.

-Creo que hemos torcido -dijo Miguel-. Me parece que estamos nadando de costado a la playa.
Sus dientes castañeteaban, pero su voz era segura. Rubén miró a todos lados. Miguel lo observaba, tenso.
-Ya no se ve la playa -dijo Rubén. Mira ya se ve la espuma.
En efecto, hasta ellos llegaban unos tumbos condecorados por una orla de espuma que se deshacía y, repentinamente, rehacía. Se miraron en silencio.
-Ya estamos cerca de la reventazón, entonces -dijo, al fin, Miguel.
-Sí. Hemos nadado rápido.
-Nunca había visto tanta neblina.
-¿Estás muy cansado? -preguntó Rubén.
-¿Yo? estás loco. Sigamos.
Inmediatamente lamentó esa frase, pero ya era tarde. Rubén había dicho “bueno sigamos”.

Llegó a contar veinte brazadas antes de decirse que no podía más: casi no avanzaba, tenía la pierna derecha seminmovilizada por el frío, sentía los brazos torpes y pesados. Acezando, gritó “¡Rubén!”. Éste seguía nadando. “¡Rubén, Rubén!” Giró y comenzó a nadar hacia la playa, a chapotear más bien, con desesperación, y de pronto rogaba a Dios que lo salvara, sería bueno en el futuro, obedecería a sus padres, no faltaría a la misa del domingo y, entonces, recordó haber confesado a los pajarracos “voy a la iglesia sólo a ver a una hembrita” y tubo una certidumbre como una puñalada: Dios iba a castigarlo, ahogándolo en esas aguas turbias que golpeaba frenético, aguas bajo las cuales lo aguardaba una muerte atroz y, después, quizás, el infierno. En su angustia surgió entonces como un eco, cierta frase pronunciada alguna vez por el padre Alberto en la clase de religión, sobre la voluntad divina que no conoce límites, y mientras azotaba el mar con los brazos -sus piernas colgaban como plomadas transversales-, moviendo los labios rogó que iría al seminario si se salvaba, pero un segundo después rectificó, asustado, y prometió que en vez de hacerse sacerdote haría sacrificios y otras cosas, daría limosna y ahí descubrió que la vacilación y el regateo en ese instante crítico podían ser fatales y entonces sintió los gritos enloquecidos de Rubén, muy próximos, y volvió la cabeza y lo vio, a unos diez metros, media cara hundida en el agua, agitando un brazo, implorando: “¡Miguel, hermanito, ven, me ahogo, no te vayas!”.

Quedó perplejo, inmóvil, y fue de pronto como si la desesperación de Rubén fulminara la suya; sintió que recobraba el coraje, la rigidez de sus piernas se atenuaba.

-Tengo calambre en el estómago -chillaba Rubén-. No puedo más, Miguel. Sálvame, por lo que más quieras, no me dejes, hermanito.
Flotaba hacia Rubén, y ya iba a acercándosele cuando recordó, los náufragos sólo atinan a prenderse como tenazas de sus salvadores y los hunden con ellos, y se alejó, pero los gritos lo aterraban y presintió que si Rubén se ahogaba él tampoco llegaría a la playa, y regresó. A dos metros de Rubén, algo blanco y encogido que se hundía y emergía, gritó: “No te muevas, Rubén, te voy a jalar pero no trates de agarrarme, si me agarras nos hundimos. Rubén, te vas a quedar quieto, hermanito, yo te voy a jalar de la cabeza, no me toques”. Se detuvo a una distancia prudente, alargó una mano hasta alcanzar los cabellos de Rubén. Principió a nadar con el brazo libre, esforzándose todo lo posible por ayudarse con las piernas. El desliz era lento, muy penoso, acaparaba todos sus sentidos, apenas escuchaba a Rubén quejarse monótonamente, lanzar de pronto terribles alaridos, “me voy a morir, sálvame, Miguel”, o estremecerse por las arcadas. Estaba exhausto cuando se detuvo. Sostenía a Rubén con una mano, con otra trazaba círculos en la superficie. Respiró hondo por la boca. Rubén tenía la cara contraída por el dolor, los labios plegados en una mueca insólita.
-hermanito -susurró Miguel-, ya falta poco, haz un esfuerzo. Contesta, Rubén. Grita. No te quedes así.

Lo abofeteó con fuerza y Rubén abrió los ojos; movió la cabeza débilmente.
-Grita, hermanito -repitió Miguel-. Trata de estirarte. Voy a sobarte el estómago. ya falta poco, no te dejes vencer.

Su mano buscó bajo el agua, encontró una bola dura que nacía bajo el ombligo de Rubén y ocupaba gran parte del vientre. La repasó, muchas veces, primero despacio, luego fuertemente, y Rubén gritó: “¡No quiero morirme, Miguel,  sálvame!”.

Comenzó a nadar de nuevo, arrastrando a Rubén esta vez de la barbilla. Cada vez que un tumbo los sorprendía, Rubén se atragantaba, Miguel le indicaba a gritos que escupiera. Y siguió nadando, sin detenerse un momento, cerrando los ojos a veces, animado porque en su corazón había brotado una especie de confianza, algo caliente y orgulloso, estimulante, que lo protegía contra el frío y la fatiga. Una piedra raspó uno de sus pies y él dio un grito y apuró. Un momento después podía pararse y pasaba los brazos en torno a Rubén. Teniéndolo apretado contra él, sintiendo su cabeza apoyada en uno de sus hombros, descansó largo rato, luego ayudó a Rubén a extenderse de espaladas, y soportándolo en el antebrazo, lo obligó a estirar las rodillas; le hizo masajes en el vientre hasta que la dureza fue cediendo. Rubén ya no gritaba, hacía grandes esfuerzos por estirarse del todo y con sus manos se frotaba también.

-¿Estás mejor?
-Sí, hermanito, ya estoy bien. Salgamos.

Una alegría inexpresable los colmaba mientras avanzaban sobre las piedras, inclinados hacia adelante para enfrentar la resaca, insensibles a los erizos. Al poco rato vieron las aristas de los acantilados, el edificio de los baños y, finalmente, ya cerca de la orilla, a los pajarracos, de pie en la galería de las mujeres, mirándolos.

-Oye -dijo Rubén.
-Sí.
-No les digas nada. Por favor,  no les digas que he gritado. Hemos sido siempre muy amigos, Miguel. No me hagas eso.
-¿Crees que soy un desgraciado? -dijo  Miguel-. No diré nada, no te preocupes.

Salieron tiritando. Se sentaron en la escalerilla, entre el alboroto de los pajarracos.
-Ya nos íbamos a dar el pésame a las familias -decía Tobías.
-Hace más de una hora que están adentro -dijo el escolar-. Cuenten, ¿cómo ha sido la cosa?

Hablando con calma, mientras se secaba el cuerpo con la camiseta, Rubén explicó:

-Nada. Llegamos a la reventazón y volvimos. Así somos los pajarracos. Miguel me ganó. Apenas por una puesta de mano. Claro que si hubiera sido en una piscina, habría quedado en ridículo.
Sobre la espalda de Miguel, que se había vestido sin secarse, llovieron las palmadas de felicitación.
-Te estás haciendo un hombre -le decía el Melanés.

Miguel no respondió. Sonriendo, pensaba que esa misma noche iría al parque Salazar; todo Miraflores sabría ya, por boca del Melanés, que había vencido esa prueba heroica y Flora lo estaría esperando con los ojos brillantes. Se abría, frente a él, un porvenir dorado.
 
  Referencias:

(*) Los Jefes, año 1959, fue el primer libro publicado por Mario Vargas Llosa que consta de seis relatos, aunque inicialmente fueron cinco y algunos de estos fueron publicados por separado en periódicos o revistas, como es el caso de El Abuelo (El Comercio 1956) y Los Jefes (Revista Mercurio Peruano 1957) que fue escrito antes que aquél.

Los Jefes, El desafío, El Hermano Menor, Día Domingo y El Abuelo fueron seleccionados por el autor en 1958 de entre la infinidad de relatos que había escrito desde su adolescencia, por los años 1953 y 1957, a efecto de presentarlos como un libro en el concurso de narrativa breve Leopoldo Alas, que significó su primer premio importante no obstante que con El Desafío había ganado ya, en 1957, un concurso que le permitió su primer viaje a París - Francia.

Cuando la obra fue publicada en 1959 por la editorial Roca (Barcelona - España), solo aparecieron los cinco relatos indicados líneas arriba. Fue a partir de 1963 en que la editorial Populibros Peruanos (Lima - Perú) incorpora el relato Un Visitante, pero en reemplazo de El Abuelo. Un par de años después, en 1965, la editorial José Godard Editor (Lima - Perú) reincorpora El Abuelo a la selección pero mantiene, a su vez, a Un Visitante. No más volvería a modificarse el número de los relatos.

En 1980, Seix-Barral (Barcelona - España) publica la novela Los Cachorros conjuntamente con la colección de Los jefes, pasando a formar un solo libro, manera cómo se siguen publicando hasta la fecha.
(**) Su nombre completo es Jorge Mario Pedro Vargas Llosa, nacido en la ciudad de Arequipa - Perú el 28 de marzo de 1936. Es considerado como el más universal de todos los peruanos gracias al éxito mundial de su obra que le mereció ser galardonado con el Premio Cervantes el año 1994, y el Premio Nobel de Literatura en el 2010. En ella destacan: La Ciudad y los Perros -que acaba de cumplir 50 años de su primera publicación-, año 1962, premio Biblioteca Breve Seix Barral (España) y premio de la Crítica española; La Casa Verde, año 1966, premio Rómulo Gallegos (Venezuela), premio de la Crítica Española y premio Nacional de Novela Perú; Lituma en los Andes, año 1993, premio Planeta España.

Soundtrack:
Tema para jóvenes enamorados: Los Belkin’s
Norma: Gustavo Hit Moreno
Beatriz: Koko Montana
Mi Secreto: Gustavo Hit Moreno
Sabor a Sal: Jimmy Santi
Se ha puesto el sol: Koko Montana
Pagarás: Rulli Rendo
Sensación: Los Datsun
Te vi llorar: Los Silverton’s
El Rey de Tablistas: Los Dolton’s


MAX MARRUFFO S.

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